martes, 26 de octubre de 2010

De latín y latidos

Miró la cartelera con la frente en alto pero el pecho a la miseria. Una bomba estaba por estallar en el sector superior izquierdo de su torso. Recordaba esa sensación: hacía dos años le había ocurrido lo mismo y se le habían empañado los ojos de la felicidad. Del orgullo que le dio ser, en ese momento, ella. Del reconocimiento que le dieron, las felicitaciones de la familia, las miradas de envidia de algunos compañeros y de admiración de otros. Después de aquel día ya no la describían como una estudiante más, había pasado a ser ella, con nombre y apellido, la ganadora del concurso. La becada. La criteriosa e impecable, según un profesor.
Pasó más de un año y vinieron más logros, consiguió lo que había pretendido conseguir: en un período de tres meses la habían llamado de tres importantes medios para que trabajara para ellos. Nuevamente las miradas envidiosas de compañeros, las felicitaciones de la familia y amigos, nuevamente orgullosa. Y así Laurita, cada vez que alguien osara levantar el burlete que salvaba del desaire a su corazón inflado, ese corazón-bomba, al borde del estallido; bloqueaba su ventana y olvidaba. Se desinflaba un poco y, más tarde, volvía a estar rebosante, porque la vida no podía sonreírle más. "Es una triunfadora", gritó su abuelo después de que ella le contara sobre una importante oferta laboral. Coronada de laureles, quisieron sus padres que fuera y le pusieron ese nombre. Y así la criaron para que lo fuera. Y todas las presiones fueron perforando ese corazón, cada vez más inflado y, al mismo tiempo, debilitado.
Pero todo ese aire de orgullo acumulado hizo que Laura creyera que era más de lo que podía ser. Y así olvidó lo que significaba su segundo nombre: ciega. Cecilia, la corta de vista. Más allá de su miopía y astigmatismo -que la obligaban a usar anteojos con un aumento considerable-, ella se había vuelto ciega figurativamente. No podía ver que no era la única, que no era la mejor, como habían querido hacerle creer y, aunque no quiso creerlo, terminó ocurriendo.
Miró la cartelera con la frente en alto pero el pecho a la miseria. Una bomba estaba por estallar en el sector superior izquierdo de su torso. Ya no era la de antes. Había fracasado. Ya no estaba coronada de laureles e identificó su ceguera figurativa. Y esta vez sí, el corazón-bomba estalló, sin amor ni triunfos para socorrerla.

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