Yo, que sólo lo veo una vez por semana, no lo conocía tanto. Debería sentirme orgullosa por haber sido la destinataria de aquel pasado enterrado que me entregó. No sé qué habrá visto en mí para entregarme la pala que desenterró toda esa historia aterradora. No sé por qué me eligió este muchacho de 29 años que todavía vive con su madre y su hermana, atormentado día a día por querer huir de ese antro en el que vivió, desde los seis años, escuchando a su padre militar diciéndole que era un inútil y que se arrepentía de que su madre no hubiera abortado. De cuando él, con la inocencia de los 8 años, le preguntó cómo besar a una mujer y aquel ser despreciable le dijo que eso no le tenía que importar a él. De cómo, a los 17, entró en un estado depresivo tan profundo que, para no sentir dolor mental, se auto-flagelaba para estar pendiente de un sufrimiento físico y no psíquico. "Hace tres años me enteré qué significa hacer sobremesa", me dijo. Le pregunté por qué, y él me contestó que toda su vida comió en su habitación, solo.
A los 20 lo internaron por un mes en una clínica neuropsiquiátrica, en una habitación sin ventanas, y lo medicaban con 40 fármacos para tranquilizarlo. Allí conoció a una esquizofrénica que fue la única que lo entendió y terminaron siendo novios. Pero un día ella lo llamó y él no quiso atender sin saber por qué y, a los pocos días, la madre de la chica le dijo que se sentara, que su novia se había tirado de un edificio de ocho pisos. Y él sigue soñando con ella, con ese día en que decidió no atender, sintiéndose responsable por esa muerte.
Me confesó que llegó a sentir que sus sueños -tan vívidos, tan nítidos- eran la vida real, y la vida real era un sueño. Un día soñó que diseñaba una máquina para grabar aquellas vivencias oníricas y luego despertó con el boceto de la máquina al lado de su cama. Le dije que mañana cumplía años y me dijo que sí, se acordaba que era el 25 de noviembre. Y que él, cada vez que se acerca su cumpleaños, tiene pesadillas. El paso del tiempo, nada grato para él, a mí, esta vez, me sentó bien. Este último año evolucioné todo lo que en años anteriores no pude. Me había quedado estancada, congelada, egoísta, encerrada en mí. Quizás porque comprendí que las leyes de la selección natural me decían que tenía que desarrollar ciertos rasgos para poder avanzar, mejorar y vivir en comunidad.
Cuando ayer me volvía en el colectivo, me llegó un mensaje: "Gracias por una hermosa noche". Y es por estas cosas mínimas de la cotidianeidad, por prestar un oído a unos labios desamparados que querían disparar todo ese armamento cargado que permanecía escondido en sus adentros, que se me fue un año más de vida y puedo sentir que la puta que vale la pena estar viva.